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Fernando de Villena
Nuevas mariposas negras
La pena, una pena infinita que no parecía ofrecer rendija alguna a la esperanza, embargaba el ánimo del padre Juan Francisco Domínguez aquella mañana briosa y fresca de 1767 en la que se embarcó hacia Europa. Fulgían ya a lo lejos las cúpulas y las torres de Cartagena, la tercera Cartago, la que se alzó […]
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La pena, una pena infinita que no parecía ofrecer rendija alguna a la esperanza, embargaba el ánimo del padre Juan Francisco Domínguez aquella mañana briosa y fresca de 1767 en la que se embarcó hacia Europa. Fulgían ya a lo lejos las cúpulas y las torres de Cartagena, la tercera Cartago, la que se alzó en las Indias. Brillaba el océano de intenso azul y rampante en numerosas crestas, el amplio mar que ante la fuerte nao se abría como aquel antiguo ante la vara de Moisés. ¡Cuánta hermosura, Señor! Pero él de nada se gozaba, de nada podía aprovechar ahora con este desgarramiento, con este dolor brutal e incomprensible por la apresurada partida. Que todos los hermanos de la Compañía de Jesús han de abandonar este reino dispone una noche de ebriedad un monarca o acaso sus validos sino la cortesana que lo domina, y cientos, miles y miles de personas que sienten y sueñan y se esfuerzan por servir a Dios quedan a merced de la angustia. Arrojaron primero a los judíos —se dice, mirando hacia atrás con rabia—; después a los moriscos y ahora a nosotros. ¡Qué solas se van quedando estas Españas con lo peor de ellas mismas! ¡Qué llenas de ruinas y voces del pasado! ¡Qué muertas!
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